El letargo se adueña de la mente al contemplar el reloj de arena, pequeño y hermoso, donde el tiempo transcurría pausado e inmutable. La arenilla rosada caía incesante formando un montoncito que se derrumbaba una y otra vez sobre sí mismo, mientras que el cono superior tragaba los granitos, que se desplazaban primero con lentitud y luego en un frenesí acelerado.
Había adquirido un reloj cambiándolo por un juguete muy valioso a un compañero del colegio, en esas transacciones desiguales que efectúan los niños y que entonces me pareció un buen negocio.
Durante treinta o sesenta minutos observé extasiado el paso de la arena con su monotonía embriagadora. Ahí estaba el transcurso del tiempo, encerrado y perceptible a la vista, concreto y a la vez ineluctable en su marcha. No sé cuántas veces di vuelta el reloj, ajeno por completo a otras preocupaciones y hubiese querido seguir el juego de la arenilla sin límite de tiempo.
En algún momento salí del letargo y recapacitando comprendí que se habían fugado los minutos para siempre y que había perdido el tiempo. Nunca podría recuperarlo, aunque emplease la mejor voluntad y el mayor esfuerzo, porque cada instante de la vida se lo lleva el tiempo sin remedio.
Pero había algo más. Pensando bien las cosas, el deslizarse de cada granito, su acomodo en el conjunto y la forma de los conos tuvo que ser diferente cada vez, a pesar de la apariencia de uniformidad, porque nada se repite todo cambia. Y ello ocurre en la simple disposición de partículas materiales, con mayor razón en los seres vivos y en el hombre.
Muchos años más tarde, en las lecturas universitarias, vine a saber que mi ingenuo divagar ya había sido planteado con profundidad razonadora por Heráclito de Efeso en la antigua Grecia, bajo el concepto del eterno devenir, expresado en la frase de que “nunca nos bañamos dos veces en el mismo río”, porque está claro que el río ha cambiado y nosotros también.
Ahí estaba la transformación de la naturaleza, la historia, el cambio ligado al tiempo que nada ni nadie pude detener. En el juego con el reloj hubo otra experiencia aún. Si el tiempo perdido había que restarlo al lapso de vida, esta venía a ser la medida humana del tiempo, que valora cada instante, los periodos de ocio o de la prisa de los trabajos. Para nosotros el tiempo es la vida y no ese transcurso abstracto, transparente y perfectamente regular. No el concepto intangible, sino la sucesión de hechos cambiantes, coloridos o tristes, que nos llevan por la existencia.
La humanización del tiempo es parte de otra gran irreverencia: la idea de que el hombre es la medida de todo. Antropocentrismo, soberbia humana que mediatiza todo a la situación terrenal y esta a la figura del hombre. Para muchos puede ser razón y fin último, en que nada tendría sentido fuera de la criatura humana. Pero un simple divagar sobre el tiempo y muchas otras cosas conduce a una relatividad de los conceptos.
Hay muchos tiempos. Desde luego, el de Dios, que no es tiempo porque no tuvo comienzo ni tendrá fin y porque en él lo contingente se diluye hasta desaparecer.
Corresponde al sentido más puro, como puede concebirlo nuestra mente en caso de ser una categoría comprensible
Existe también un tiempo astronómico, muy ligado al anterior, que asociamos con el comienzo y fin e identificamos con la inmensidad del espacio universal, porque ambos se confunden. Ello es tan cierto, que las medidas cronológicas ligadas a la velocidad de la luz se transforman en unidades espaciales y hablamos de años luz y millones de años luz. El tiempo se ha transformado en distancia, pero a la vez la extensión fantástica del espacio nos ayuda a comprender la dimensión del tiempo.
Los astrónomos, mediante sus finos instrumentos y sus cálculos, nos asombran continuamente con sus datos increíbles de tiempo y espacio. Cada vez llevan más atrás el momento del origen, si es que lo hubo, y pueblan la imaginación, más que el cielo, de galaxias inverosímiles y a distancias que sólo el pensamiento puede alcanzar. Algunas se alejan a tal velocidad que jamás las percibiremos físicamente y mientras tanto se forman; Desaparecen estrellas, enanas rojas y blancas gigantes novas y agujeros negros, en ciclos interminables del pasar de energía.
Asombrados, queremos comprender y forzamos el pensamiento, pero quedamos perplejos y también los sabios que auscultan el espacio, porque para las últimas interrogantes no hay respuesta satisfactoria y en nuestra pequeñez sentimos que nadad importa y terminamos por sumirnos en la trivialidad de nuestros asuntos personales. Ellos son los importantes en la trama del tiempo humano.
No obstante, arrinconada en la conciencia quedan muchas dudas y una angustia fundamental sobre nuestra existencia misma, que reaparece cuando en la noche divisamos una infinidad de estrellas, simple retazo de la galaxia que nos envuelve.
El tiempo se ha hecho angustia: es parte de la angustia fundamental. No es tanto el temor de la muerte, sin el enigma entero de la humanidad, desde su nacimiento hasta su desaparición, que cada uno presiente como una segunda muerte.
Si reducimos la mira a nuestro alrededor, a nuestro planeta, tropezaremos a nuestro alrededor con el tiempo geológico y geomorfológico, revelado implacablemente por los terremotos, las erupciones, los aluviones y la erosión, que son parte de la existencia de una masa en permanente transformación. En este medio no somos más que criaturas aparecidas en tiempo reciente, casi extrañas, que debemos sufrir las inclemencias del planeta con sus propios acomodos físicos, a los que tiene derecho dentro de una cronología que lleva millones de años y que ha de continuar una vez que haya desaparecido el hombre.
La corteza experimenta transformaciones a gran escala. Las masas continentales se han disgregado, han estado a la deriva, han chocado y las placas submarinas continúan pugnando en sus desplazamientos. Pero los hombres, en la brevedad de su tiempo, sólo perciben los pequeños síntomas de los fenómenos geológicos.
Los diversos tiempos tienen ritmos diferentes. Y no sólo en las grandes escalas, sino en otras más reducidas que observamos a nuestro alrededor. Ahí está el tiempo vegetal, en cierto modo paralelo al nuestro, aunque variado según las especies que lo viven. Hay plantas que se desarrollan, viven y mueren en una sola estación, para dispersarse en semillas promisorias de nueva vida. En el desierto, los bulbos, y las semillas duermen un sueño subterráneo, que se transformará en vida activa tras la bendición de una lluvia que tardará años en llegar. En otros, climas, en cambio, las grandes especies permanecen dignas en el paisaje, en abierto desafío al tiempo; Alerces y araucarias pueden aproximarse a los 2000 años, después que numerosas generaciones humanas han merodeado en sus cercanías. Seguirían inmutables si la codicia del hombre y su premura no les amenazasen.
Entre el tiempo del hombre y el tiempo de los grandes árboles hay una incompatibilidad sin remedio, por que la prisa humana por tomar los recursos que están a la mano y el afán de enriquecerse, no pueden adaptarse al ritmo del crecimiento arbóreo. Es un dilema que la motosierra o el hacha resuelven de manera drástica, cortando la existencia y el tiempo del árbol, en una dimensión ecológica que no es otra cosa que la disparidad de los tiempos.
Más cercano al hombre es el tiempo zoológico, aunque varía mucho de una especie a otra. Las tortugas de las Galápagos pueden vivir un siglo y medio, mientras algunos insectos de la especie efímera, después de su estado de larva y ninfa, viven menos de una semana y uno de ellos entre una y dos horas, tiempo suficiente para revolotear y reproducirse. En esos casos es difícil comprender qué es la vida, sin los largos períodos en estado latente o la fugacidad de la vida. Se diría que es vivir el tiempo con intermitencias.
El tiempo del hombre puede entenderse como el lapso de cada existencia individual o el trayecto de la humanidad desde su aparición en siglos muy remotos. En el primer caso, no es mucho lo que puede elucubrarse, por que filósofos, míticos, y poetas han dado vueltas al tema procurando explicarlo y darnos consuelo, sin haber logrado más que dejarnos resignados o angustiados en una rebeldía inútil.
El tiempo de la humanidad, en cambio, es objeto de estudios científicos muy acuciosos, en que se suman los esfuerzos de los prehistoriadores y los historiadores. Desde ambos lados se han hecho aportes y algunas escuelas han sistematizado un pensamiento alrededor del tiempo, una verdadera disecación morfológica que ha descubierto la simultaneidad de diversas dimensiones del tiempo.
No estaría bien reproducir exactamente esas concepciones, sino que es más apropiado discurrir con la experiencia personal, lograda en el estudio de la historia desde sus fuentes mismas, por más que una escuela sirva de fuerte respaldo.
Hay un largo tiempo en que el transcurso de los hechos es casi imperceptible o ellos se repiten en aparente monotonía por siglos.
Es la relación entre el hombre de la montaña y el de los llanos en el Mediterráneo, según el ejemplo clásico de Fernand Braudel, el papel dinámico de tales y cuales puertos, el cultivo del arroz o las faenas de pesca en las regiones de Oriente, determinando formas de alimentación y de vida. También puede ser la molienda de trigo y la elaboración del pan, que en esencia comenzó hace más de cuarenta siglos y ha variado únicamente en su técnica.
Sería equívoco, sin embargo, pensar sólo en la relación con la naturaleza y los aspectos materiales, porque en los dominios del espíritu también existe el largo plazo. La creencia w en otra vida es más antigua que la preparación del pan y sigue presente en forma abrumadora en versiones muy variadas. El sentimiento monárquico tuvo larga vigencia y aún se mantiene en algunos países, la ideología republicana y el patriotismo han acumulado largos años y los sistemas de escritura se han prolongado con notable persistencia.
Sobre el estrato de la larga duración ocurren los fenómenos de tiempo mediano, que tienen su propia dinámica y que son los verdaderos portadores el cambio histórico. Su duración no puede estimarse en forma rígida.
Pueden ser unas pocas décadas o pasar de una o dos centurias. La formación y consolidación de nuestra aristocracia criolla a lo largo del período colonial, es uno de esos fenómenos, también el reinado melancólico del Romanticismo durante más de cuarenta años o el ciclo salitrero con su riqueza de cinco, décadas
Para comprender los cambios de mediano plazo, los historiadores los agrupan de manera paralela con el fin de descubrir en qué lapso han evolucionado realmente y si coinciden en su cronología. De esa manera una periodicidad que es acotar el tiempo de acuerdo con el cambio. El quehacer humano de la dimensión del tiempo.
Cada período recibe un nombre de acuerdo a la percepción que de él tienen los estudiosos del pasado. En nuestro país, por ejemplo, se ha establecido que hubo una República Conservadora entre 1830 y 1851, marcada por los gobiernos de Prieto, Bulnes y Montt. Para darle aquella designación se ha tomado en cuenta el fenómeno político de mediano plazo, pero bien pudiera dársele otra denominación si se tomasen en cuenta procesos de otra índole, como el social, el económico y el cultural, igualmente importante. Sería legitimo, en consecuencia, buscar un nombre que definiese de otra manera el período, atendiendo a la consolidación de un orden aristocrático, los fundamentos de una nueva economía o la creación de una cultura republican y científica. Sobre ello podría debatirse largamente: pero no hay duda de que cualquiera que fuese la definición, estaríamos calificando al tiempo, dándole un sentido y en suma, humanizándolo.
La tercera medida del tiempo histórico es el corto plazo o acontecimiento que ocurre en un día, a veces en un momento preciso o en unos pocos años. Puede ser la dictación de una ley, el descubrimiento de un material, una batalla, un cambio de gobierno o la aparición de un libro fundamental. También son acontecimientos hechos tales como la lucha por la Independencia o la agitación social y política de 1920 a1032, en cuyo caso se trata de fenómenos extensos y complejos, con muchas vicisitudes y atiborrados de acontecimientos menores.
Cualquiera que sea el tipo de acontecimiento, ellos atraen la atención de la gente, se les enseña, se les memoriza y conmemora y muchos entienden que la historia es una sucesión de hechos más o menos espectaculares.
Esa visión, sin embargo, es insoportablemente trivial y no pasa de ser anecdótica y formal. Veamos un ejemplo: el cabildo abierto de septiembre de 1810 no es la explicación de la Independencia, aunque inaugura –y no del todo-aquel movimiento.
Lo que importa no es recordar el hecho, sino comprender los fenómenos de mediano plazo que desde hacía cincuenta o más años conducían a cambios profundos. Aquellos grandes procesos eran la conformación de una conciencia criolla en la aristocracia, el afianzamiento de ésta, la influencia del racionalismo político europeo y norteamericano, la necesidad de desarrollar la economía sobre la base de un proteccionismo local, impulsar la cultura y, en fin el fuerte deseo de participar en el gobierno.
Dentro de esas tendencias se inscribe la formación de la Primera Junta de Gobierno y todo el período de la emancipación que fueron acontecimientos coyunturales ene. Paso de una época a otra, de unos cambios de mediano plazo a otros. La compresión de la historia no está en el acontecimiento, sino en las modificaciones que el tiempo trae con lentitud imperceptible.
En el curso del tiempo, desde que la criatura humana diese tímida sus primeros pasos, hasta los días actuales que nos consumen, los cambios se han acelerado progresivamente y con ello la sensación de que el tiempo se nos escapa sin poder manejarlo.
Desde que el hombre sacó filo a un guijarro hasta que trabajó una punta de proyectil y logró encajarla en un asta, pudieron transcurrir cuarenta mil años y más. Desde la aplicación del vapor ala maquinaria, hasta el motor de explosión, pasaron cien años, desde que la electrónica y la computación tuvieron uso corriente, han pasado muy pocos años y cada día alguna innovación nos maravilla y nos deja perplejos. Ya no hay estabilidad en nada; Heráclito se sorprendería.
Antes, un automóvil debería durar diez a quince años, el de ahora quedará obsoleto en dos a tres años.El último computador trajo varios adelantos y el próximo año es anunciado con nuevos artilugios,probablemente inútiles para la gran mayoría ; Pero habrá que comprarlo para no quedar a retaguardia y en posición desdorosa. Quizás sea mejor comprarlo ni inscribirse por ahora: Porque los que siguen serán increíblemente más eficaces. Y así, el individuo y las empresas dudan de tomar alguna resolución, no pueden planificar, porque el cambio permanente es contrario a toda planificación. Lo único seguro es lo precario y de ahí hay un paso al caos permanente.
El efecto moral no es menos oscuro. Sentimos la embriaguez de la aceleración y no atinamos con el sentido de las cosas. La parsimonia, la meditación y la tranquilidad de espíritu han desaparecido. Vivimos la neurosis del vértigo y nos invade una desesperación que matiza de una manera muy distinta a la natural angustia del tiempo. Es probable que aturdidos por todas las sensaciones, como en un carrusel pintoresco, hayamos dejado de ligar al tiempo con la angustia de la muerte y que el sucederse de los momentos y las horas sean únicamente un conjunto de fragmentos incoherentes. La vida correría sin un punto fijo en el horizonte.
En medio del tráfico, algunas veces siento la necesidad de encerrarme en mí mismo y hacer que el tiempo fluya sin prisa. Me viene entonces el recuerdo del reloj de arena y el deslizarse apacible de la arenilla, que me marcase para siempre en el sentimiento de la vida y del estudio.
No hay duda de que en el episodio de la niñez no perdí el tiempo. Lo gané para siempre.
sábado, 15 de marzo de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario